Descripción
El brillante destino de Cartagena aparece íntimamente ligado al de su amplia y segura bahía, que la convirtió durante los primeros dos siglos de su existencia en el principal puerto de Suramérica, más importante aún que Lima y Panamá y, desde luego, que Portobelo, Buenos Aires, Santa Marta, Piura, La Guaira, Guayaquil, Maracaibo o Valparaíso. Para defender las variadas mercancías enviadas al Nuevo Mundo y los metales preciosos que se traían a la metrópoli de los ataques de sus tradicionales enemigos, España organizó un rígido sistema comercial que se plasmó en dos flotas anuales, custodiadas por barcos de guerra, que tenían como destino final los puertos de Veracruz y Portobelo.
Pero Portobelo, que nunca pasó de ser una aldea, que poseía un clima singularmente malsano y que carecía de “hinterland”, fue sustituido desde el principio por Cartagena, que era todo lo contrario, pues bien pronto se convirtió en una verdadera ciudad, con condiciones higiénicas aceptables y en donde se desembarcaban obligadamente las mercancías destinadas al Nuevo Reino, Popayán y aun Quito. La llamada “flota de los galeones” hizo de Cartagena el puerto terminal de Suramérica que superó en los siglos XVI y XVII a Veracruz por el número de barcos que atracaban a sus muelles y a La Habana por el volumen de mercancías descargadas en ellos. La flota permanecía en Cartagena varios meses y a veces años, mientras llegaba a Lima la noticia de su arribo y se despachaban al Istmo los barcos de la Armada del Mar del Sur repletos de metales preciosos. Sólo cuando se recibía en Cartagena el aviso de que ésta había llegado a Panamá, se daban nuevamente a la vela, con destino a Portobelo, los cargados navíos. La feria de Portobelo se hacía con la mayor rapidez posible y de nuevo los galeones regresaban a Cartagena para embarcar esmeraldas, bastimentos y más metales preciosos y para realizar el viaje a La Habana con mejor viento y por una ruta libre de cayos y bajos.
Por todas estas razones Cartagena fue quizá la ciudad americana que más contactos directos mantuvo con la metrópoli. En ella pasaban largas temporadas marineros, tripulantes y comerciantes peninsulares y la “nobleza de la Armada”, constituida por el General y el Almirante de la flota y por sus numerosos adjuntos, sin olvidar los Virreyes del Perú, los Gobernadores de Chile y del Río de la Plata y los Oidores, Obispos y Arzobispos que iban a Quito, Lima, Charcas, Santiago o Buenos Aires y que debían esperar el zarpe de la flota. Cartagena era, durante esos meses, la verdadera capital de Suramérica.
Tuvo Cartagena además el doloroso privilegio ese sí indiscutido de ser durante mucho tiempo el primer puerto negrero del mundo. Allí atracaban no solamente los barcos que descargaban la humana mercancía destinada a América del Sur sino que, probablemente, también hacían escala los que iban a Veracruz. Durante la primera mitad del siglo XVII, cuando se llena de esclavos bantús procedentes de Angola y el Congo, Cartagena debía parecer una ciudad africana. La trata negrera se vio singularmente favorecida por la unión de las coronas de España y Portugal en las testas de los Felipes (1580-1640). Portugal poseía las factorías africanas y América Hispana (Y también Lusitana) los mercados ávidos de mano de obra esclava. En un momento dado los ricos negreros portugueses se apoderaron de las palancas de mando y llegaron aun a ser mayoría en el Ayuntamiento de Cartagena. Como algunos eran descendientes de judíos y seguían practicando secretamente sus ritos ancestrales, se estableció en Cartagena un Tribunal de la Inquisición, el tercero de América después de los de Méjico y Lima, para descubrirlos y castigarlos. Pero la presencia de los negros permitió también que un santo admirable, el jesuita Pedro Claver, cumpliera en Cartagena su hermosa parábola vital. Quedamos así ampliamente compensados.
Recordar estas cosas nos es útil para comprender lo que hoy vemos en Cartagena: una alegre y hospitalaria población mulata y una clase dirigente que es modelo de sencillo señorío, unas casas amplias con airosos balcones construidas por ricos comerciantes y un impresionante y único sistema defensivo de murallas y castillos, que no tiene par en América ni en Europa.
Todo ello, unido a sus hermosas playas, ha convertido a Cartagena en un atractivo centro turístico cuyas proyecciones internacionales aún no han sido adecuadamente exploradas. El afortunado poseedor de este libro podrá comprobarlo personalmente al recorrer sus páginas, en donde se recogen las fotografías de Patrick Rouillard, un verdadero artista de la cámara, que nos ofrece una visión original, sorprendente y creativa de la bella ciudad y de las gentes que la habitan.
Nicolás del Castillo M.
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